Llegó el día lunes en que nos juntamos
en la plaza Champagnat para visitar la hospedería del Hogar de
Cristo, serían grupos de seis alumnos cada día, desde las
19:15 a las 21:00 horas más o menos. Sabíamos que ayudaríamos
a servir la comida y a conversar con ellos un rato.
Nos recibió el tío Héctor, encargado de
la hospedería en la noche, nos mostró los dormitorios, los
baños, la ropería, nos contó del trato digno
que reciben, comenzando por hacer que la limpieza personal sea
parte de sus vidas, nadie pasa al comedor sin estar aseado,
ellos lo agradecen.
Llegó
el momento de encontrarnos en el comedor, nuestras manos
estrecharon las de esos hombres, la mayoría viejos o quizá
maduros pero envejecidos por la vida que llevan; los juegos de
dominó y cartas nos unieron, mientras esperábamos la cena.
Todos los días tuve el privilegio de dirigir la oración del
Padre Hurtado, los gorros
al pecho mientras oraban con un respeto conmovedor.
El primer día, luego de repartir las
bandejas,
lo más prontamente posible para que la saborearan caliente,
repartimos té en un jarro grande, para quien quisiera y pan...
Supimos entonces que el presupuesto de la Hospedería contempla
un pan por persona, por lo tanto, cuando llega alguna donación
de pan, desde alguna panadería, es posible repartirlo después
de la cena, ese día había, alcanzó una mitad cada
uno más o menos; para muchos de esos casi ochenta hospedados
esa es su única comida. Nos propusimos entonces, llevar queque
todos los días después de la cena y así fue, no nos faltaron
queques ni un día, ellos... felices.
Todas las noches, nos esperaban, se
establecieron lazos estrechos, cálidos, hubo risas, bromas,
aplausos, mucho cariño; descubrimos
entonces que faltaban cucharas, eso demoraba la
cena
de algunos que esperaban que hubiera una cuchara para cenar, las
tías de la cocina lavaban y secaban rápidamente para servir a
todos.
Entonces llevamos cuarenta cucharas el día jueves, ese día
cada bandeja salió de la cocina con su respectiva cuchara,
nosotros ... felices.
Mi satisfacción más grande, fue ver a
mis alumnos ir en forma reiterada, aunque no les correspondiese,
a compartir, comprometidos, valorando y atesorando esa
experiencia.
Después de dos semanas, llegó el día de
la despedida, queríamos que fuera especial, diferente para
ellos, les conté de nuestro colegio marista, por nuestra Buena
Madre oramos
a María y luego al Padre Hurtado, una torta grande, blanca
adornaba el centro del comedor, en una mesa que un hospedado
decoró con un mantel y flores; ellos sabían que era nuestro
regalo de despedida, fue repartida, alcanzó para todos, hubo
repetición incluso. Compartimos la mesa con ellos, se acabó la
torta, sólo quedaron restos de merengue ... y la alegría de
todos.
Nos
despedimos, un aplauso grande celebró y agradeció nuestra
visita... pero ellos nos entregaron un regalo más valioso aún,
permitirnos entrar un momento en sus vidas para compartir y
descubrir como mis alumnos del 2do C cambiaron, se acercaron
cada vez más a ellos, descubriendo a Dios en los ojos del amigo
pobre que sufre, que sólo espera ser escuchado, que no tiene a
nadie, pero que es feliz y tan digno como nosotros a pesar de lo
poco que tiene.
José Tomás
Abarca D.
Profesor Jefe 2º C Medio.