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El Nuevo Éxodo: La migración
Por
María Conejera O.
Publicado:
2 Septiembre 2016
Leido 495 veces
El 24 de septiembre, los laicos vivirán una asamblea enfocada en este tema.
- A través de este artículo, el Consejo Diocesano de Laicos de la Diócesis de Rancagua nos invita a escuchar el llamado que nos hace la Iglesia a ser acogedores y hermanos con los migrantes. 
En cifras que aumentan año tras año, y cada vez con más fuerza, en nuestra región y en el país estamos siendo testigos de un antiguo –y casi siempre doloroso- fenómeno de movilidad humana: la migración. Cada día cruzan nuestras fronteras muchos hermanos que se dispersan a lo largo de nuestro territorio; pero no nos referimos a los atraídos por razones turísticas, que disfrutan de buena hotelería y acceden a conocer aspectos escogidos de nuestro patrimonio natural y cultural, y que luego vuelven a sus lugares de origen; nos preocupan quienes llegan para quedarse, para establecerse en tierras chilenas, y más específicamente, en nuestras provincias de Cachapoal, Colchagua o Cardenal Caro.

Podemos diseñar varias teorías para explicar qué hace que una persona deje todas sus seguridades para emprender esta aventura en nuestra región. Puede haber razones de distinto tipo: búsqueda de mejores posibilidades laborales o económicas en la minería, la agricultura o el comercio, entre otros; oportunidades académicas, relaciones humanas, u otras similares. Pero lo cierto es que quienes llegan por esas razones, probablemente escapan de situaciones de extrema pobreza; de nulos horizontes de trabajo; de falta de vivienda; de un entorno de violencia; de declinación o agotamiento de recursos ambientales; o tratando de recomponer redes familiares ya rotas por la partida anterior de esposos, madres, hijos o hermanos. Ante esta realidad, la Iglesia nos obliga a interpelarnos respecto a cómo estamos acogiendo esta llegada. Como personas, como comunidad cristiana, como católicos ¿Estamos preparados?

Este acontecimiento, que no es nuevo, que ha marcado significativamente la experiencia de muchos pueblos, se encuentra en las raíces de nuestra fe, y se nos presenta como un signo sensible de cada vida humana, en el relato bíblico del Éxodo: el pueblo de Israel busca emerger de una fuerte opresión para ir en busca de la libertad, confiado en Dios, cuya promesa es una tierra donde mana leche y miel, (Ex 33,3) representación de los bienes que permitirán a sus hijos desarrollarse en plenitud. En su camino ese pueblo experimenta desilusiones y alegrías; desunión; derrotas y victorias; anhelos y desesperanza; incluso, creen que Dios los abandona, que los deja solos. En sus vacilaciones, se rinden incluso a la idolatría, y a una vergonzosa nostalgia de la esclavitud. (Ex 14, 11; 32, 4) Sin embargo, la esperanza de la tierra prometida les permite volver a luchar, confiar y perseverar, congregados en torno a un hombre que toma la tarea de pastor y guía en nombre de Dios en medio de ellos –Moisés-.

Vemos en nuestros hermanos migrantes un nuevo éxodo, que como los hijos de Israel, deciden salir. Dejar sus países y emprender un camino desafiante y muchas veces desconocido; lejos de lo que para ellos representaba su seguridad: su familia, sus amigos, su cultura, su trabajo si lo había, para ir en busca de otra “tierra prometida”. Ellos esperan también encontrar en algún lugar a quien los acoja, anime, guíe u oriente.


No viene con ellos Moisés y tampoco provienen de un mismo origen: en lugar de un guía, se topan con barreras oficiales y desconfianza; en vez de unidad entre ellos, vienen de lugares que tienen hasta idiomas distintos.

Ante la amenaza de nuestra indiferencia y de falta de empatía frente a esta realidad, el Papa nos exhorta a ofrecer un acompañamiento a los migrantes, tanto a las familias que han partido como a los que unidos por lazos de parentesco permanecen en los lugares de origen. Y nos indica la forma en que esta acogida debe mostrarse: respetando sus culturas, su formación religiosa y humana, así como la riqueza espiritual de sus ritos y tradiciones. Ciertamente, también mediante el cuidado pastoral específico (Amoris Laetitia”, N° 46).

Creemos que lo que nos va a permitir la entrega de un acompañamiento serio y verdadero, es el reconocimiento de esta realidad como un signo de los tiempos que hay que afrontar y comprender a la luz de la fe, con toda la carga y todas las consecuencias que el desarraigo trae sobre la vida personal y familiar de cada migrante.

En la próxima celebración del Día del Migrante, y especialmente en este Año Santo de la Misericordia, estamos todos invitados a celebrar a nuestros hermanos de afuera y agradecer la oportunidad de tenerlos entre nosotros. Estamos invitados a cambiar nuestra mirada hacia ellos, recordando que Jesús, cuando quiso explicar quién era el “prójimo” para servir de modelo de misericordia, escogió a un samaritano, un forastero en la tierra de Judá (Lc 10 – 25).

En María, que con Jesús recién nacido tuvo que partir de Belén a un largo exilio a Egipto, (Mt 2, 13 -15) confiamos encontrar la fuerza que permita a cada uno de nosotros tener la actitud de ser para los hermanos migrantes las personas que ellos necesitan para ser acogidos, orientados y reconocidos plenamente en su dignidad humana, y al mismo tiempo ser signos de esa Iglesia que también es peregrina hacia el Reino del Padre.

En concreto, estamos llamados por Cristo, desde nuestra propia condición, ya sea de laicos(as), religiosos(as) o sacerdotes, a incluir al migrante y promover su participación y acción como uno más en la comunidad, en el barrio, en la junta vecinal, en la parroquia, en el club deportivo, en el colegio, entre otros lugares de desarrollo. Pues sólo así, al estilo de las primeras comunidades cristianas daremos testimonio de ser hijos de un mismo Padre, que nos reconoce y nos ama a todos por igual, pues nos ha creado a su imagen y semejanza, es decir, con una extraordinaria capacidad de dar y recibir amor.

Texto: Consejo Diocesano de Laicos - Diócesis de Rancagua.
 

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